Aquí dejo una copia de la primera página de mi novela, en un descarado ejercicio de autopromoción. Se titula Alba el día que el viento se llevó los jardines y está publicada en la editorial Ediciones Intermitentes. Poneos en contacto conmigo por este blog o a través del Facebook de la editorial los que queráis ejemplares.
Domingo por la tarde.
Siempre
hay unos buenos tiempos por los que brindar. Son esos que cuando se evocan
dejan un poso de nostalgia. Así, siempre hay un momento para rememorar aquellos
días que uno recuerda más felices de lo que realmente fueron. Para Sergio ésta era la época de Dämmerung, de Alba, Elías Lajuste y
los conciertos. Se tiende a considerar esos períodos como plenamente felices
porque se omiten del recuerdo días como los domingos por la tarde.
Si
las historias tienen realmente un comienzo, dentro de la amalgama de
acontecimientos que constituyen una vida, el de ésta podría ser aquel domingo
en el que Sergio se despertó una vez más pensando en trenes que lo llevasen muy
lejos. Observó a través de la ventana cómo el cielo había sido tomado al asalto
por una capa de nubes espesas y blancogrisáceas. Las aguas de la ría parecían
nerviosas y el aire adolecía de falta de luz. “El día favorito para los
suicidas”, pensó Sergio antes de volver a la cama. Levantarse un domingo
conlleva varias etapas: la más importante es la de motivación. El peso de los
días y las noches se hace especialmente tangible cuando uno abre los ojos con
la perspectiva de un día que podría haber nacido muerto.
Permaneció
todavía un rato en la cama, haciendo acopio de fuerzas, hasta que al fin se
levantó. No sabía muy bien qué hacer: si acostarse de nuevo, encender la
televisión o saltar por la ventana; son las cosas de la improvisación. En
primer lugar un desayuno fuerte, de los que se necesitan a las tres de la
tarde. Quedaba algo de arroz de la cena del día anterior, así que todo
consistía en freír un par de huevos para tomarlos con ketchup y pan algo reseso.
Comió delante del televisor para no tener que pensar, como casi siempre desde
que vivía en aquel piso que le había prestado su tía. Es propio de la vida en
solitario, como encender todas las luces cuando se llega a casa para paliar la
sensación de vacío o el acabar, a veces, hablando solo. “Tendría que dibujar un
álbum que se titulase Domingos por la
tarde”, pensó.
El
zapping posterior a la comida resultó
infructuoso, así que escogió el programa menos dañino de todos mientras reunía
las fuerzas necesarias para ducharse y salir a la calle. Tras conseguirlo, lo
tenue del día fue como un golpe de realidad para Sergio. Había pocos coches y
las aceras estaban pobladas por las tres especies dominicales más comunes:
adolescentes, parejas y ancianos; alguna que otra excursión invadía la ciudad
con andares de rebaño. El frío se le introdujo en el cuerpo a través de la
ropa, se apretó la cazadora y dedujo que no era día para terracitas. Notaba en
sus piernas el cansancio de la noche anterior, así que juzgó conveniente buscar
enseguida un café donde sentarse a dibujar. El más cercano y evidente estaba
cerrado, así que todavía tendría que pasear un poco. Notaba bajo los párpados y
las uñas indicios de melancolía postfestiva que lo advertían de la necesidad de
ocupar el cerebro con algo antes de que el sentimiento se extendiese. Además,
así podría leer el periódico y saber a qué hora sería el fútbol.
Las
gente caminaba como adormecida, por lo que durante su búsqueda de refugio se
fue contagiando del ritmo opiáceo de la ciudad. Normalmente ese tipo de tardes
se resumen en cafés llenos de fútbol y partidas de cartas; también son
importantes los forofos con las vena del cuello hinchadas por la tensión, pero
Sergio había salido de casa demasiado temprano, por lo que no se dedicó a mirar
a través de los ventanales de los bares a ver si retransmitían el partido del
Madrid. Encontró finalmente un café tranquilo y vacío en el que, además, nunca
había estado.
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