Hoy termino mi crónica, que ya he tardado bastante.
El jueves, a pesar de la fiesta del día anterior, desayunamos de forma sumamente disciplinada a tempranas horas de la mañana. Había un aire como de día grande, de recital definitivo. Se notaba en la gente que la convivencia nos había convertido más en un colectivo que en una suma de individualidades.
El jueves, a pesar de la fiesta del día anterior, desayunamos de forma sumamente disciplinada a tempranas horas de la mañana. Había un aire como de día grande, de recital definitivo. Se notaba en la gente que la convivencia nos había convertido más en un colectivo que en una suma de individualidades.
Los desayunos
eran algo más bien perezoso, en los que la gente iba bajando de las
habitaciones con cara de sueño, con ganas de café. Al poco estábamos prestos
para ir caminando hasta la visita guiada de la catedral de Palma. Lloviznaba
esa mañana, en uno de esos días climatológicamente confusos.
La
catedral de Palma es increíble, con la permanente presencia de Gaudí, artista
único, y la inigualable capilla de Mikel Barceló. La verdad es que cuando te
empapas de belleza el día parece que es distinto, como si una pintura de
felicidad estética recubriese el filtro de las cosas. Biel Mesquida, además,
ejerció de estupendo guía durante toda la visita.
De
la catedral fuimos al instituto Joan Alcover, en donde teníamos programado un
nuevo recital. Los alumnos leían en primer lugar la versión en catalán de
nuestros poemas y después los recitábamos en su idioma original. Gran
participación del alumnado, con mucho respeto y pasión por la creación poética.
No me recordaban a mí en absoluto, porque en mi instituto éramos bastante menos
respetuosos. Los vi allí, escuchando con interés y me sentí emocionado, con
ganas de decirles un montón de cosas sobre la vida como si fuese el abuelo
Cebolleta, pero sólo les dije que creciesen todo lo que pudiesen… sin hacerse
mayores nunca. Durante el pincho que nos ofrecieron después “confraternizamos”
con ellos, y fue un placer.
Tras
la comida teníamos, en palabras de Biel Mesquida, cierta libertad vigilada
hasta la hora del recital. Pedro Oliver me llamó y me dio en qué ocupar la
tarde, echándole una mano en la preparación del recital, en el que los poemas
se abrazaban a proyecciones que estaban a cargo de él, de Óscar Mora y de Salvia
Ferrer (perdón si me olvido de alguien, soy un poco desastre para estas cosas).
La verdad es que no creo que les haya ayudado mucho, pero me hizo sentirme
parte de lo audiovisual, arte que se me escapa, y comprendí que los versos no
serían lo mismo sin esas imágenes, que el recital adquiría una dimensión
distinta. El arte ha nacido para ser permeable, para unir disciplinas en un
total distinto. Uno más uno no suman dos en este caso, suman mucho… o todo.
Gracias a los artistas que trabajan con valores plásticos, que a mí se me
escapan, en mi próximo recital llevaré la camiseta del festival, diseñada por
Pedro.
Por
la noche, por fin, la Nit de la Poesia, en un teatro precioso, dispuestos en
mesas con botellas de vino, como debe ser. Un gran momento, en el que Lucía
Pietrelli me dijo “me siento a tu lado, que me das tranquilidad”, gracias Lucía
por ese voto de confianza. La verdad es que en momentos grandes intento no
tomarme nada en serio porque así no me pongo nervioso, y porque en realidad me
cuesta tomarme las cosas en serio.
Biel Mesquida
comenzó con un alegato a favor de la poesía y de la lengua (“¡Catalá, catalá,
catalá!”), y nos fue presentando a cada uno con su particular forma de hacer
las cosas. Cada momento fue único, cada poeta, en combinación con las
proyecciones a pantalla grande, hizo su mejor papel, regalando versos,
sentimientos, emociones, vida al fin y al cabo, a un público entregadísimo
(como recité en tercer lugar me puse de verano con el vino, pero en fin, son
cosas del artisteo). El conjunto final fue mágico, sé que es una palabra
tópica, pero me sentía dentro de un mundo distinto allí arriba.
A
la salida del teatro sucedió algo que no me esperaba, y era que los alumnos del
instituto nos aguardaban para que les firmásemos el libro. Yo soy mucho más
tímido de lo que parezco, por lo que aquello, en verdad, me emocionó. Tienen un
gran futuro estos chicos.
Después
“cenamos” unas cocas en una galería con restaurante (me van a matar, pero no
recuerdo el nombre), por lo que tuvimos que irnos a comer un bocata antes de la
fiesta final, de bar en bar por Palma de Mallorca. Como siempre, Pedro y yo
fuimos los últimos de la fiesta, junto con Salvia y Óscar.
La
mañana siguiente fue de desayuno y despedidas, de paseo por la zona vieja de
Palma, de Antoni Mari regalándome un libro de Proust editado por él, de ir de vinos, de comer en casa de Susi y Pedro porque iba con mucha prisa,
de viajar al aeropuerto en una furgoneta a punto de romperse (gracias de nuevo,
Pedro), de horas en Barajas… y de volver a casa con una mirada distinta,
poética y mediterránea. Nunca olvidaré a cada uno de los nuevos amigos que hice
en este viaje, porque, como me dijo un camarero, los kilómetros son cultura, y
porque los viajes están para ganar espacios y amigos.