visitas

martes, 10 de enero de 2023

EL GUSTO DE LO BIEN ESCRITO

      Estas cosas de ser filólogo, escritor y un lector avezado lo vuelven a uno exigente a la hora de coger un libro. Por despiste o por fe en las recomendaciones de la crítica, a veces me hago con la última novedad en lo que a novelas se refiere, aunque tirando siempre un poco hacia los márgenes, por aquello de que me gustan las cosas más bien rarunas. Otras veces, me entretengo en las librerías de segunda mano buscando qué leer, y así es que tengo la estantería llena de lecturas pendientes. 

     En estos últimos dos años sufrí dos pequeñas decepciones en cuanto a novedades editoriales a las que se le dio cierto bombo como buena literatura. Es decir: no hablo del último Premio Planeta ni nada parecido. Me ocurrió con Panza de burro, de Andrea Abreu y La señora Potter no es exactamente Santa Claus, de Laura Fernández. La primera me resultó algo tosca y me decepcionó un poco lo que contaba, pues tuve la sensación todo el tiempo de que faltaba algo. Creo que es porque lo que explicaba la autora en una entrevista radiofónica no tenía después mucha relación con lo que me encontré. A pesar de ello, sigue siendo una lectura interesante, sin más, por el uso de rasgos dialectológicos canarios. 

     En cuanto a La señora Potter..., quise leerlo por lo raro, lo distinto que parecía cuando escuché hablar de él; y por las referencias que la autora hacía a mi adorado David Foster Wallace y su La broma infinita, culmen de la literatura experimental en este Siglo XXI y libro difícil donde los haya. Lo que me encontré finalmente fue un estilo que más bien parecía una traducción del inglés, sin serlo, y en algunos casos no muy bien hecha; un uso excesivo de expresiones en mayúsculas, paréntesis, etc... que no acababan de integrarse en la obra como la provocación que pretendían ser. Además, es muy difícil enterarse de lo que está contando en algún momento, cosa que puede pasar en los libros de Wallace, pero estos últimos te mantienen en un nivel de fascinación que te hace perdonarlo todo. Respeto a la autora por el intento, pero creo que es fallido. Aún así me lo terminé, que conste. 

     A donde quiero llegar con todo esto es a que cuando un texto está de verdad bien escrito - y esto abarca una casi infinita gama de opciones estilísticas - lo aguanta todo, como se decía del pan de molde en un anuncio hace unos años. Estas últimas semanas he estado leyendo El cielo raso, de Álvaro Pombo, autor que, en mi diletante elección de lecturas, nunca había leído. Es una novela que entrecruza trayectorias humanas con un estilo que encandila de la primera página a la última. No cuenta gran cosa, salvo por el hecho de que toda biografía alberga una gran historia, pero consigue que el lector se sienta parte por un tiempo del microcosmos que conforma la novela. Este libro me hizo ver en perspectiva a los dos anteriormente mencionados - y a algunos cuantos más - y darme cuenta de la importancia de escribir bien, realmente bien (reitero que no hay una sola forma).

     En todos estos años en los que llevo peleándome con los trabajos de escribir, a lo que siempre he aspirado es a componer páginas perfectas, minuciosamente escritas, encontrando la novedad allí donde pueda y mi capacidad me lo permitiese. Como soy algo vago para las correcciones, pocas veces he dado con la tecla, pero sí puedo enorgullecerme de algún texto casi sin fallos. Dios no me concedió el don de pergeñar argumentos que de por sí agarren al lector, por lo que me he empeñado en la búsqueda permanente de la belleza en todas sus formas. Esto, y mi mencionada formación como filólogo, me hace ser sumamente exigente con el uso que los autores hacen de la palabra escrita. Si cuentas bien, es casi indiferente lo que cuentas, creo yo. Esto bien lo sabían Torrente, Cela o Rulfo, por mencionar a unos cuantos "minuciosos". 

     Hay que buscar, en fin, la belleza, tanto en lo bonito como en lo feo, tanto en lo clásico como en lo radicalmente innovador. Aún diría más, no tanto la belleza como la perfección.