Sexo
necesitamos todos;
los que menos, para nacer.
Brais Ocampo, en Tu
piedra mojada (Ediciones Intermitentes)
Voy
a hablar de sexo, sí, porque me encanta hacerlo. Sin embargo, como siempre,
este es un blog de literatura, así que voy a hablar de ambas cosas. Es curioso
que la misma pulsión que ha llevado a la humanidad a inundar Internet de
millones de páginas porno es la que nos ha hecho crear hermosas páginas que
hablan del deseo o directamente del intercambio de fluídos. Existe un tálamo
infinito en la historia de la literatura que ya desde los poemas de Safo inunda
este universo de letras (“Yo te buscaba y llegaste/ y has refrescado mi alma/
que ardía de ausencia”). Más allá de la literatura propiamente erótica, la
pulsión sexual está presente en los libros desde siempre. Es como un tabú a voz
en grito.
Porque
el sexo invade el cerebro de una forma hasta agresiva en ocasiones, y los
escritores, gremio que presume de ser especialmente sensible a las mareas del
alma humana, reflejan una y otra vez la fuerza del deseo. Muchos poemas de
Cavafis hablan de efebos singularmente hermosos, por los que se ha pagado hasta
un tálero, y así, con delicadas palabras, nos habla de este amor oscuro (en la
acepción lorquiana) entremezcándolo con ese sentimiento de nostalgia que
también manifestaba Safo.
Al
sexo nos enfrentamos de varias formas: impulsiva, nostálgica, vital o
angustiosa, pero siempre está ahí. Un cargo de Esquerra Republicana intentó que
se prohibiese en España Memoria de mis
putas tristes de García Márquez por incitar a la pederastia, pero yo opino
que, más que eso, nos habla del sexo otoñal, de la predilección por una
frescura que perdemos con los años. Y, además, la literatura puede hablar de lo
que le dé la gana, que el criterio moral depende de el espíritu crítico del
lector.
Desde
las bizarradas de Apuleyo hasta la violencia sexual explicita del Marqués de
Sade, el sexo ha estado siempre presente, y no en todos los casos de forma agradable.
Y es que, como toda pulsión animal en este mundo socializado, no carece de
contradicciones. El erotismo ha dado a la literatura magníficas obras como El amante, así como una caterva de
libros propios de la literatura de cordel que, como buena parte de la
literatura comercial, prefiere el público al talento (opinaría sobre Cincuenta formas de Grey, pero no la he
leído y no tengo la cara tan dura). Buena parte de la poesía amorosa se ha
dedicado a exaltar el género opuesto o el mismo género dentro de los parámetros
del erotismo (“Cuerpo de mujer, blancas colinas”, que dijo Neruda). En nuestros
poemas de escarnio e maldizer la sexualidad es pícara, socarrona y bastante
explícita, todo lo que no teníamos en las cantigas de amor y de amigo, siempre
tan sufrientes. Algo que no heredamos de la madre Provenza es ese día
siguiente, después de haber compartido lecho con el objeto de deseo, en el que
el amante se lamenta de la próxima llegada del marido. Si es que a veces pienso
que en el medievo gallego heredamos, sobre todo, la costumbre de llorar.
Es
bastante indicativo el hecho de que el sexo, o la escasez del mismo, haya
llenado tantas páginas; demuestra la importancia, más allá del mismo fin
reproductivo, que le damos entre nuestros quehaceres diarios. De nuestras
necesidades, en muchos casos es la menos satisfecha y la que conlleva más
complicaciones, así que la literatura no iba a ser menos. En su continua
exploración de las preocupaciones humanas no podía faltar toda esa libido que
rije en no pocas ocasiones nuestro comportamiento. Porque las letras y la vida
van de la mano, y prendida a ésta y otras partes de nuestro cuerpo está la
líquida incandescencia del deseo.
Por
el sexo lloramos, luchamos y nos equivocamos. Muchas veces lo confundimos con
el amor; late dentro de nosotros como una fuerza imparable, y es así como va
encontrando hueco en cada texto, en cada canción o poema, porque a veces la
naturaleza nos desborda. Es igual cuántas barreras nos quiera poner la razón. Siempre
estará llamando a nuestra puerta.
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