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viernes, 14 de febrero de 2020

COMO UN NIÑO CON ZAPATOS NUEVOS

     Lo pensé el otro día: al ir por la calle me crucé con una chica que llevaba un libro en la mano; iba hojeándolo como quien quiere leer y no puede porque, básicamente, va por la acera y no es buena idea partirse la crisma contra una farola. Conozco esa sensación; no la de pegarme contra el mobiliario urbano, sino la de tener entre las manos un libro nuevo y sentir la impaciencia de querer empezarlo cuanto antes. Lo abres una y otra vez, mirando una línea, una palabra, furtivamente.
     Porque cuando un libro nuevo llega a tus manos es como si comenzasen las obras de tu casa nueva. Ansías verla terminada, con las macetas en el balcón y el perro corriendo por el jardín. Me pasa sobre todo con las novelas, género que casi monopoliza mis costumbres lectoras. Sé que voy a pasar los próximos días, semanas o meses, dependiendo del libro, en un mundo que no es el mío, pero en el que me sentiré como en casa. A mí también me gustaría escribir una novela de esas en las que quedarse a vivir, llena de rincones y momentos.
     Resulta que mi novia, siempre tan generosa y atinada, me ha regalado Patria, de Fernando Aramburu, por Reyes. Llevo tiempo detrás de ese libro, que ejerce sobre mí una atracción constante... Veremos si confirma tal expectativa. Personas con muy buen criterio me han hablado realmente bien de esta novela. El problema, aunque no lo sea, es que cuando el libro llegó a mis manos acababa de comenzar a leer Fortunata y Jacinta, el máximo monumento de la novelística del insigne Galdós. Y dirá el que me conoce que menudo filólogo, que cómo no había acometido antes tal empresa. Cosas de la vida: digamos que estaba distraído durante la carrera, entregándome a infinidad de actividades... Como escritor tampoco es perdonable; qué se le va a hacer.
     El caso es que ahora estoy viviendo en el madrid de 1874, con Fortunata, Jacinta, Juanito Santa Cruz, Estupiñán, Maximiliano, Lupe la de los pavos, y demás censo infinito de personajes que se pasean por el universo galdosiano. Gente mayormente ociosa, que va pasando la vida sin trabajar demasiado, mientras la Historia, así con mayúsculas, ejerce de decorado entre conversaciones de café. Es un libro tan infinito, y, claro, tan extenso que ya no sé lo que es habitar otro mundo que no sea este. Además, como mis obligaciones de opositor y murguero me absorben todo el tiempo, no puedo dedicarle el tiempo necesario para acabar de leerlo en un plazo razonable.
     Mientras, que a eso iba, Aramburu me mira desde la estantería; y yo a él, como amantes que no pueden besarse y que cuyos balcones están a ambos lados de la calle. Toda la vida queriendo estar con él, acariciar sus páginas, besar sus palabras, y resulta que cuando por fin nos encontramos estoy comprometido con Galdós. Yo sé que me esperará pacientemente y que me recibirá con las páginas abiertas, pero no puedo olvidar ese momento en el que tuve el libro por vez primera en las manos, y lo miraba de reojo para captar su esencia, como un niño con zapatos nuevos.