visitas

miércoles, 8 de abril de 2015

PEQUEÑA ELEGÍA

Un día me prestó el Viaje al final de la noche, de Céline, y también me habló de Michoux, y se pasó un mes releyendo El señor de los anillos porque sí,  porque le daba la gana. Con él aprendí cosas que ya sabía y cosas que no, y entre las primeras está el hecho de que hay que leer lo que te da la gana, que no pasa nada si algo es un coñazo (él lo hubiese dicho así). Y además escribía, y por momentos escribía bien de verdad. Fue, además uno de los primeros compradores - y lectores - de esa novelita que yo había publicado. 
Ocurre a veces que alguien se muere prácticamente solo, vencido por la vida, y te vienen a la memoria mil conversaciones en la barra del bar en el que trabajé tantos años. No podía evitar un resentimiento fruto de sus matrimonios frustrados, pero en nuestras conversaciones siempre había literatura o, en su defecto, intrahistoria de esta Pontevedra que siempre he intentado retratar cuando escribo en esta literatura de costumbres que tanto me gusta - o me gustaba - practicar. Sé que en los últimos años había intentado volver a escribir, y asumía que había perdido la mano por la falta de práctica. Era un personaje potencial para que escribiese de él, cosa que nunca le hubiese gustado, pero sobre todo era una persona, un amigo, y también un habitante más de este universo de bares que un día soñé con contar. Sobrevivió a los terribles ochenta en Pontevedra, pero no sobrevivió a sí mismo, a ese afán por beberse y fumarse la vida. La mitad del día era maestro de escuela y la otra mitad un alma autodestructiva digna de un poema, de un relato triste y emotivo al mismo tiempo. 
Era el maestro, como todo el mundo lo llamaba, por oficio más que otra cosa, y así me gusta recordarlo. Cerveza tras cerveza me contaba, a lo mejor, que le había gustado La sombra del viento a pesar de su estilo de bestseller, o que Volverás a región era un soberano aburrimiento, opinión que comparto.
No hubo esquela en el periódico, nadie leyó unos versos suyos en el momento en el que lo incineraron, y su memoria se perderá en esta ciudad - por llamarla de alguna forma - en la que el tiempo pasa sin piedad y una generación entera se está diluyendo. Dice Sabina: "si lo que quieres es vivir cien años, no vivas como vivo yo", y eso parecía decir él cada tarde que compartimos quemando bares como bohemios de libro. Él había leído mucho y nunca escribió lo suficiente. El mundo nos da compañeros de viaje, unos permanentes, otros que arden como cerillas. No llegó a jubilarse como soñaba, pero creo que su vida se merece al menos una página, porque no hay vida que, si es vivida, no sea digna de unas palabras, de un párrafo, de un libro como aquellos de los que hablábamos.
Me tomaré una cerveza, o diez, en su honor, y tal vez vuelva a leer a Céline. En todo caso recordaré a Juan, consciente de que, en cierto modo, hace tiempo que me despedí de él, tal vez entre una y otra cajetilla de aquellas que fumaba hasta amarillear los dedos y quemarse el pulmón como al fin hizo. Adiós, Juan, escríbenos desde ese más allá en el que no creías.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario