En portugués, a la novela como la
entendemos los castellanoparlantes se le llama romance, así que me voy a
apropiar del juego de palabras para seguir indagando en la relación que
establecemos con la lectura. Me gustan las novelas largas de escritores muy
buenos; lo cual, dicho así, suena una tontería. Ahora que estoy leyendo Ruido de fondo, de Don DeLillo, es como
si se estableciese una simbiosis con su estilo, con lo que cuenta y cómo lo
hace. Esa sensación la tuve de forma especialmente intensa con Orlando,
de Virgina Woolf. La novela, para mí, es el género literario por
excelencia, aquel en el que cabe todo, en el que uno se puede sumergir en la
historia que conforma ese mar de palabras. Es también lo que yo siempre quise
escribir.
En
la entrada Voy a leer una novela de
ochocientas páginas hablaba del tiempo que me lleva decidirme a leer un
libro tan largo, pero es que es como escoger una novia, alguien con quien vas a
compartir tu vida durante un período indeterminado de tiempo. Últimamente, como
cogí carrerilla, se trata apenas de una semana o, como mucho, dos. Aún así hay
tantos libros en el mundo que me cuesta escoger por esta indecisión vital que
me caracteriza.
A
donde quiero llegar es a esa relación que establecemos con lo que estamos
leyendo si realizamos una lectura consciente. De repente una buena parte de mi
tiempo lo voy a pasar sumergido en el texto, y cuando un escritor ha realizado
tan magno trabajo nos sumerge en su mundo como si de un momentáneo matrimonio
se tratase. Cuando recuerdo un libro no sólo pienso en las palabras, sino en
los momentos que pasé leyéndolo y la intensidad con la que el autor consiguió
arrastrarme hacia su mundo. Esto pasa especialmente con la novela por una
cuestión de extensión que se traduce en tiempo de lectura. Al final, uno acaba
abrazando al libro por momentos, cuando nadie lo ve, para dejar entrever que
nos ha seducido, que acariciamos sus palabras como si de un cuerpo se tratase.
Muchas veces tengo que evitar leer demasiados libros seguidos de un mismo autor
para evitar contagiarme de su estilo, hecho que me sucedió en su momento con
Paul Auster, durante los días en que yo terminaba de escribir mi novela.
Es
posible que esta perspectiva la vivan sólo los escritores y los lectores
especialmente apasionados; pero es que yo siempre fui un sentimental, y no hay
arte que haya formado parte de mis
sentimientos en la dimensión en la que lo ha hecho la literatura. Así, se
entrecruzan las lecturas como si de veleidades sentimentales se tratasen,
marcándonos en grietas del alma que creíamos seguras.
Genial, magnífica entrada, me ha encantado. Me gusta la metáfora del noviazgo y las novelas largas, también me ha pasado lo de leer todo sobre un autor y contagiarte del estilo, me pasó con Murakami, con Rubem Fonseca, en menor medida con Auster, en fin. Me gustó mucho.
ResponderEliminarGracias Roselbet por todo lo que comentas. Me gusta que la gente participe, que para eso está el formato blog. A mí me pasó más con Auster en una época, y tuve que parar para que en la novela que estaba escribiendo no se traspapelase el estilo. También me pasó, mucho antes, con Márquez, Rulfo, Cortázar.... con todos esos que escriben como me hubiese gustado hacerlo a mí.
ResponderEliminarToda la razón. La mentada búsqueda del propio estilo. Genial y gracias a ti...
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