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lunes, 18 de enero de 2016

DE REPENTE EN OTRO MUNDO

Últimamente, por cuestiones laborales, viajo bastante en autobús, amén de otros tiempos muertos que tengo que vivir por diversos motivos, lo cual me ha permitido retomar mi ritmo más alto de lectura. Tengo que decir que nunca he necesitado una especial concentración para sumergirme en un libro que me tenga enganchado, lo cual favorece mi avance página tras página durante las esperas y los viajes. Así como abro el libro por donde estaba vuelvo a encontrarme de nuevo con los personajes y su mundo, y es como si lo que me rodea desapareciese de repente para sólo existir el universo creado por el autor que en ese momento me ha tocado en suerte. De eso quería hablar.
Cuando un libro te fascina se convierte en tu residencia temporal, algo así como unas vacaciones para los que, como yo, no tenemos dinero para viajar (y cuando lo tengo también me llevo un libro). Como filólogo y escritor siempre consideré los libros como parte de mi oficio, pero como es un vicio que tengo desde pequeño nunca me ha resultado pesado, sino todo lo contrario (qué ganas tenía de escribir la expresión "sino todo lo contrario"). Estas últimas semanas he leído El otoño del patriarca y El rey pasmado y en ambos casos sucedía lo mismo. Cada vez que los abría, y esto era en cualquier momento en que tuviese ocasión, me caía dentro de ellos como un niño que se acerca demasiado a la piscina. Pasa con relatos que realmente están bien escritos, que te agarran por la solapa de la camisa sin que tú te des ni cuenta y te van guiando de la mano a donde ellos quieren sin preguntarte. Leí una vez por ahí que los que leen tienen la suerte de vivir más de una vida, y es cierto, muy cierto. Los mejores libros son esos que siguen en tu cabeza cuando no los estás leyendo, incluso a través de los años, como me sucede con Cien años de soledad, libro que presté para no volver a ver más, pero que cuando todavía estaba entre mis más preciadas posesiones lo tenía sobre la mesa de noche para abrirlo por cualquier página y leer un rato. Era como si nunca hubiese querido acabarlo, como si pudiese vivir sin haber leído la magnífica frase que da fin a la epopeya de los Buendía que al mismo tiempo es la de toda América Latina.
Así, yo he decidido desde hace tanto tiempo que ni lo recuerdo pasar largas temporadas de mi vida en este mundo de palabras. Una buena frase, que a ti te lleva unos segundos leer, puede haber costado a su autor horas de vueltas y correcciones; sin embargo, si de verdad es buena, se pegará a ti como los mejillones a la roca, alimentándote como cualquier vivencia. Alguien, una vez, presumió delante de mí de no haber leído nunca un libro, y le contesté que era una forma de pobreza. 
Algunos libros tardan diez, veinte, cien páginas en someterte, como fue en mi caso El silmarillion, otros, sin embargo, te dan tal bofetada con la primera frase que no puedes sino aceptar que desde ese mismo momento gobernarán tu pensamiento hasta que los hayas acabado, e incluso después. Recuerdo como caso especial el libro Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari, que me llevó a la época de los faraones sólo con este párrafo:
Yo, Sinuhé, hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por miedo al provenir ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. Es, pues, para mí solo para quien escribo, y sobre este punto creo diferenciarme de todos los escritores pasados o futuros.
Hala, ya está, ha conseguido anular tu voluntad. Y es un sometimiento placentero, enriquecedor, porque la buena literatura te hace crecer en cuanto te abre la puerta a ese otro lugar en el que vives hasta que el autobús llega a su parada y tienes que vivir de nuevo tu vida, tu trabajo, tus relaciones sociales... hasta el próximo tiempo muerto en el que hagas caso a la voz que, encuadernada, parece llamarte.

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