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miércoles, 12 de noviembre de 2014

ESE UNIVERSO PROPIO

Hace tiempo que no reflexiono aquí en este blog, y me ha dado por pensar en este íntimo universo que uno se va creando cuando escribe. A base de palabras, ya sea en poemas, relatos o novelas, poco a poco vamos conformando nuestra particular cosmogonía. Hay fantasmas en la mente de todos, y los escritores los encapsulamos, los cuardamos en cajones hasta que afloran, muchas veces sin que nos demos cuenta, en ese solar de la conciencia que es el folio.
Nuestros pequeños mundos se construyen peleándose con las frases, dejando que todos los yo de nuestro yo aporten cada uno su grano de arena. Es esa la arquitectura de los textos, un combate constante por encontrar todo aquello que ni siquiera sabemos que buscamos, un viaje hacia dentro de nosotros mismos en el que a veces, sólo a veces, conseguimos poner una nueva piedra en la indefinida estructura que vamos conformando.
Y por ese mundo circulan espacios y personajes a los que con frecuencia regresamos, camuflándolos de formas distintas para aportar riqueza. Cada texto que escribimos es como un fragmento que se añade y acrecenta. Supongo que a más escritores que yo nos gustaría que cada nuevo texto fuese algo distinto, único, poblando de variedad las páginas que damos al mundo. Sin embargo la escritura es una actividad íntimamente ligada a nosotros mismos, a nuestro mundo interior, porque después de todo nuestra convivencia con la realidad se forja a través de palabras. Así, cada párrafo es una pieza de un puzzle del que se nos perdió la foto de referencia en algún momento; no tenemos más que una imagen difusa de lo que buscamos y que, tal vez, nunca lleguemos a encontrar, puede que ni nos importe.
Es por eso, supongo, que abundan los territorios míticos en el corpus literario de tantos autores, como el Yoknapatawpha de Faulkner, el Macondo de Márquez, la Santa María de Onetti y demás entornos ficticios. Esto es una forma de situar en un espacio el torrente verbal y arriesgarse a domarlo. En los universos literarios las cosas funcionan como el autor quiere y esto facilita las cosas. A veces, sin embargo, la ficción se ubica en entornos reales, como el Newark de Philip Roth o el Maine de Stephen King, con lo que el relato crece con pequeñas transformaciones de ese sitio que cualquier vecino conoce, haciéndolo más familiar.
Escribir es, al fin y al cabo, desarrollar la propia intimidad y exponerla al mundo, a veces con los disfraces necesarios para que no se apodere de uno la sensación de desnudez, de indefensión, porque cada palabra está ligada a nosotros, al pequeño dolor de alma que impulsa a sentarse frente a un teclado con la soledad por compañía. 

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