Estaba pasando
una mala racha, de estas que te llegan con la agonía del verano y la pereza que
conlleva el otoño. Para más inri, me habían castigado en la biblioteca por mi
incapacidad para devolver los libros en tiempo y forma y no encontraba el
entusiasmo en mi biblioteca personal. Creo que, en general, no encontraba las
ganas en nada. Este periodo se fue diluyendo, con sus cicatrices, por varios
motivos, pero uno de ellos, el que ha motivado esta entrada en el blog, es la
lectura de un buen libro.
Me explico: cuando por fin me
levantaron el castigo en la biblioteca me puse a rebuscar en las estanterías en
busca de una buena novela que llevarme a los ojos. Como no andaba muy inspirado
en lo que a innovación (o intuición) lectora se refiere, fui sobre seguro.
Ergo, cogí prestado un libro de Philip Roth, Me casé con un comunista, y… librazo, de verdad, de los que, como
dice en la pared de una copistería que frecuento, se abre con expectativa y se
cierra con provecho.
Así, en esta tónica emotiva de
intentar reorganizar mi vida para bien, me encontré con un libro de calidad
incuestionable, que me decía cosas importantes. El libro reflexiona sobre la
represión ideológica en la época de la caza de brujas estadounidense. Es un
tema importante, pero para mí lo vital era también que estaba leyendo un libro
buenísimo, que en cada página me hacía sentir mejor lector y escritor. Sé que
parece exagerado, pero en algún momento de mi vida he desarrollado una cierta
relación entre la satisfacción personal y la calidad de lo que esté leyendo.
Durante el verano, que fue de locura, me estaba pasando algo parecido con La escoba del sistema, de David Foster
Wallace, libro más bien rarillo que recomiendo encarecidamente. La diferencia
es que no tenía la misma conciencia de ello.
Cuando eres un niño que se pasa las
tardes solitarias de la aldea leyendo y soñando con ser escritor, cuando además
empeñas tu futuro laboral por estudiar Filología Hispánica, es lógico que
acabes desarrollando una relación emocional con los libros. Me doy cuenta en
momentos como este, o cuando muere un escritor con el que has disfrutado tanto,
como fue el caso de Carlos Fuentes; esto hace que las palabras que llenan la
página que tienes delante tengan el poder de alterar tus emociones. En este
caso lo mejor que se puede hacer es leer buenos libros, bien escritos, sin
desdeñar, como dije anteriormente, obras que simplemente te entretengan. Los
primeros serían romances intensos, que dejan marcas en el alma, y los segundos
serían rollos de una noche, con los que simplemente estás decidido a pasártelo
bien sin mayores consecuencias. El caso es, como siempre, leer, para que ese
universo que alguien ha sido capaz de crear a partir de la vida y el lenguaje
cumpla su función de alterar el tuyo, alegrarlo o sacudirlo.
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