El otro día tuve una de esas discusiones de bar que tanto me gustan en algunas ocasiones y que tanto rehuyo en otras, con un amigo mío, buen músico él, que lleva años viviendo del mundillo.Yo intentaba explicarle, para su indignación, que vivir de una actividad artística no es un derecho, sino una elección, y muchas veces suicida. Con mi intento de argumentación provoqué su ira y su marcha abrupta, por lo que no llegamos a ninguna conclusión.
Los artistas son gente propensa a indignarse sobre su propia situación, y eso lo comprendo, porque es jodido pelearse día sí, día también, con el mundo para ser reconocidos y conseguir un nivel de vida digno con su trabajo. Aunque, la verdad, con muy pocos trabajos se consigue hoy en día un nivel de vida digno.
Lo que quería decirle a mi amigo, que ni lee este blog ni creo que vuelva a tener esta discusión conmigo - sin acritud, simplemente creo que hablaremos de otras cosas - es que vivir del arte, como ya he dicho anteriormente aquí, es una decisión que no tiene por qué llegar a buen puerto. Que una cosa es, en resumen, el arte y otra muy diferente el mercado del arte. Esto pasa con la música como con la literatura, y también con la pintura, la fotografía, el cine, el teatro... somos una legión de buscadores de lo imposible, de cazadores de quimeras. Así, ya en mi gremio concreto, conozco a decenas de creadores de mundos en palabras a los que sólo conocen en sus pequeños universos: el bar donde recitan, las pequeñas revistas en las que publican - por supuesto gratis - las redes sociales en las que se mueven y entre los que, si hay suerte, compran un libro autopublicado que difunden como pueden. Día tras día grandes y pequeños talentos se mueven en este subterráneo mundo de la creación literaria simplemente en busca de unos ojos piadosos que caigan sobre sus textos, como niños mendigando cariño de unos padres ausentes, y se sienten contentos con las caricias que ocasionalmente reciben.
La sociedad es el mercado, tristemente, así que esperar vivir de lo que uno hace simplemente porque sabemos hacerlo tiene un punto insolente, casi revolucionario, lo reconozco. El arte se somete, como todo, a la ley de la oferta y la demanda. Por supuesto que si hay demanda tiene que haber remuneración; esto es: si doy un concierto, un recital, o publico un artículo o un relato en una revista con precio de venta al público se me tiene que pagar dignamente - esto último es lo que mi amigo pensaba que yo negaba, igual no me expliqué bien -, es necesario valorar el esfuerzo y el talento, pero sólo se le puede poner precio a algo si hay alguien dispuesto a pagarlo.
Yo tengo asumido que casi nadie me lee, que mucho menos voy a conseguir vivir de esto, pero me crecen palabras, se me revuelven dentro del cuerpo y tengo que echarlas fuera de forma irremisible. Es lo que soy, más allá del medio que escoja para poder comer cada día. Admiro muchísimo al que llega ahí, a ese punto en el que no tienen que hacer otra cosa, sean buenos o malos son trabajadores, proletarios de la palabra, de la música, de cualquier expresión que, eso sí, transforma el mundo y lo convierte en algo más que economía, lo enriquece más allá del dinero.
A mis amigos músicos, para que sigan peleando...
A Yolanda Villaverde, porque ella lo conseguirá y algún día tendré que pedirle que me recomiende.
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