Agarra una buena máquina de escribir
y mientras los pasos van y vienen más allá de tu ventana
dale duro a esa cosa,
dale duro.
Haz de eso una pelea de peso pesado.
Charles Bukowski
Tengo una idea genial, de esas que surgen así, de repente, cuando vas en el autobús o esperas en la cola de la caja del supermercado. Algo que siembra en tu cuerpo la impaciencia de ponerse a escribir. Sí, esta es: la historia que llevaba tiempo queriendo contar sin saberlo, que estaba ahí sin estarlo.
Va creciendo en mi cerebro, germinando a partir de esa pequeña semilla que logró ver la luz en ese momento súbito de inspiración en el que se basa la fe de los escritores. Puede que fuese abonado con las decenas de libros leídos en los últimos tiempos, o con la observación de la vida que nos rodea. No importa; crece feliz, dicharachera, a veces en forma de concepto y otras, las menos, como un manojo de palabras de un verde brillante, vital, ilusionante.
A veces me la guardo, hasta que en algún momento se la cuento, por ejemplo, a mi novia, que, pragmática cómo es, me pregunta cuándo empiezo. Ahí está el abismo, y no es porque ella me lo pregunte, sino por que alguien ha destapado una realidad. Todo, en mi cerebro, es bonito y perfecto, refulge de frases bellas y ritmo trepidante o pausado, según lo exija la historia. Todo es espléndido hasta que hay que escribirlo. Así que entonces balbuceo excusas que para mi autodefensa interpreto como motivos, tal cual que tengo que encontrar el ritmo,.el estilo, la forma, el momento emocional... un montón de condicionantes que retrasan el hecho inevitable de que para que esa semilla de verdad se convierta en una realidad hay que ponerse a escribir.
Ahí está, inevitablemente, el miedo.
Parte del egocentrismo del autor está en la ambición de ser buenísimo, igual no mejor que otros, pero no peor que nadie; y como has leído mucho el listón está altísimo, y los años pasan sin que seas un Borges o un Torrente, por citar algunos ejemplos. Sin embargo, hay un poema de Bukowski en el que dice que le des duro a esa máquina (de escribir) sin preocuparte por los jóvenes o los nuevos talentos. Viene a decir, en su particular forma de explicar las cosas, que escribir no es más que trabajo. Los grandes relatos de la historia de la literatura son historias sencillas muy bien contadas: El Quijote es la historia de un brote psicótico, La Odisea es Ulises pillando tráfico en la operación retorno, Hamlet es una discusión familiar mal llevada (pasa en las mejores familias), y un largo etcétera que podría poner como ejemplos. Todos ellos son, en conclusión, fruto de horas y horas de trabajo sobre una idea que en un principio era pequeñita, apenas una intuición, un súbito relámpago en la mirada de un contador de historias.
Si uno se deja llevar por ese miedo, por esa pereza temerosa, se convierte en un escritor que no escribe, en alguien que va dejando caer un párrafo suelto de vez en cuando para reivindicar que tiene talento, que sabe lo que se hace. Alguien que cuenta en las barras de los bares esa gran novela que algún día escribirá, ese proyecto que lo hará famoso. Sin embargo, si en algún momento logro sentarme y convertir esa idea en palabras, en páginas, volveré a sentirme en verdad escritor, algo que a veces se tambalea cuando deposito los dedos sobre el teclado y me puede esa terrible pereza vital, esa desgana, ese querer correr antes que andar.
Por supuesto que tengo esa idea genial, pero no la escribo porque no encontré la forma, y además no tengo tiempo y no estoy en el momento adecuado... y vuelta a empezar.
¿¿¿¿cuándo empiezas???
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEl primer paso es reconocer nuestros temores, el segundo es afrontarlos.
ResponderEliminarNo lo pienses, sólo escribe.