Hay que pelearse siempre con uno mismo para escribir. Hoy,
que me he levantado con esta especie de rebote interno, he llegado por enésima
vez a esta conclusión. La búsqueda de un estilo propio, como ya he explicado en
este blog más veces, es un viaje sin fin y con muy pocas recompensas. Sin
embargo, lo peor de todo es que una vez
se encuentra algo hay que olvidarlo cuanto antes para no convertirlo en una
fórmula. Un amigo muy inteligente me dijo una vez que en la vida vas recogiendo
herramientas cuyo uso desconoces hasta que las usas, y la literatura es igual.
Durante todo
este viaje que ha supuesto el libro de poemas de desnudos (prometo de nuevo
explicarlo con detalle aquí mismo algún día), me he adentrado en la métrica, el
acento, el ritmo formal del verso. Me ha servido para muchas cosas, entre ellas
para ser capaz de escribir endecasílabos perfectamente medidos de forma casi
automática. En esto de la poesía la métrica es un molde perfecto, que te
permite tener el ritmo de antemano y ocuparte de otras cosas. Sin embargo, ahora
que puedo decir que domino las técnicas estoy intentando librarme de ellas.
Decía Camilo
José Cela que en la literatura, cuando todo el mundo huele de una forma, no hay
que intentar oler más fuerte, sino oler a otra cosa. La originalidad es muy
difícil, pero al menos hay que intentarlo. Así ocurre con las lecturas, de
pronto te salta un novelista como David Foster Wallace y te encuentras con que
todavía se puede rizar el rizo de lo que es una novela.
A lo que
pretendo llegar es a que, cuando uno va teniendo oficio, el peligro es quedarse
en lo que se sabe hacer, porque funciona. Es como las canciones de Fito y los
Fitipaldis, que siempre están escritas de la misma forma (si este blog lo
leyese mucha gente me caerían un montón de palos). Cervantes cogió un género
popular y lo rompió en mil pedazos, vale que es una comparación ambiciosa, pero
hay que aspirar a la excelencia, como diría el presidente del Real Madrid.
La literatura
es divertida porque es infinita, y uno no debe negarse a sí mismo el placer del
salto sin red, aunque nos golpeemos contra el suelo de la frustración. Cuando
algo se ha dominado y sólo nos queda repetirlo y regocijarnos en nuestro éxito
(suena exageradamente optimista, ojalá me pase algún día), lo que hay que hacer
es intentar otra cosa, romperse contra el muro del cuaderno con la esperanza de
que algo nuevo surja de las cenizas de nuestro intento.
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